martes, 29 de marzo de 2016

La verdadera doble

Algo estaba mal.
    Phoebe se asomó por la ventana y lo supo de inmediato. El exterior era poco más que un oscuro vacío, interrumpido, aquí y allá, por perezosas luces y, en un punto preciso, por la luna llena. La única iluminación que había en aquella habitación era la que entraba por la ventana, de la luna, por ello el rincón más alejado era también, el menos iluminado de la habitación.
    Phoebe se volvió en aquella dirección haciendo crujir el cuero de sus zapatos de tacón alto cuando escuchó un extraño ruido emerger de aquella insondable oscuridad, le parecía un sonido familiar, cuando algo emergió de la sombra supo lo que era: de nuevo era el crujido del cuero de sus zapatos como si se tratara de un eco, solo que, claro, no se trataba de un eco. De la sombra emergía un doble de ella, ataviada con la misma ropa que ella, pero con una expresión totalmente distinta en rostro. A diferencia de Phoebe, el rostro de su doble no mostraba expresión alguna, como si aquella cosa no pudiera sentir la extraña sensación que flotaba en el aire y que para ella era tan evidente. Era, quizá su propio terror; el terror de verse ante sí misma.
    ―¿Qué buscas?―le preguntó su doble.
    ―La verdad―respondió, y aquello salió de su boca más escupido que hablado. Lo cierto es que ella no tenía la menor idea de que estaba diciendo.
    ―¿Sobre qué?―su doble aún no mostraba cambio alguno en su expresión facial, sin embargo se había acercado lo suficiente para que Phoebe pudiera ver cómo cada arreglo en la chaqueta de cuero de su doble era exactamente igual que el de la suya, para que pudiera ver como su rubicundo cabello caía sobre suavemente sobre sus orejas. Aquella cosa era como un espejo, la única diferencia consistía en la expresión del rostro de su doble.
    ―Sobre por qué escondes todo lo que es importante.
    ―¿No esa, acaso, la opción más inteligente? Tú eres totalmente vulnerable en cambio a mí nada puede hacerme daño. Soy intocable, mi corazón es como la piedra. No te aferres a la esperanza, abandona tus sentimientos y sé cómo yo, inmortal.
    Phoebe no contestó, ni siquiera sabía que había dicho, una horrible jaqueca azotaba su cabeza y zumbaba en sus oídos como furiosas avispas.
    ―Convénceme―suplicó susurrándolo y arrepintiéndose al momento de haberlo pedido.
    Una sonrisa apareció en los labios de su doble. Había algo malo en aquella sonrisa, pero Phoebe no sabía el qué. Aquella sonrisa parecía inconsistente en aquel rostro, como si fuera un error de la naturaleza, como si aquella aberración fuera imposible.
    ―Sabía que lo pedirías―afirmó su doble al fin―. Ven acompáñame.
    ―¿A dónde vamos?―preguntó ella temerosa cuando su doble la cogió de la mano y cuando pudo sentir como el frio de las manos de su doble se propagaba por todo su cuerpo.
    La sonrisa ya había desaparecido del rostro de su interlocutora cuando le susurró tranquilizadora, acercando sus labios coloreados por el carmín:
    ―Tranquila, no vamos demasiado lejos. Solo tenemos que acercarnos a la ventana y abrirla.
    ―¿Abrirla?―preguntó ella temiendo escuchar la respuesta. El insondable e incognoscible vacío que se extendía en el exterior le provocaba un profundo pánico.
    Phoebe esperó viendo como blancas nubes de vaho salían de su boca entreabierta por la sorpresa, pero su doble no respondió, aún ocultaba su rostro junto a su oído, y ella casi pudo ver como sonreía malévola, con aquella sonrisa imposible. Algo jaló entonces una de las solapas de su chaqueta de cuero y se vio a sí misma caminando en dirección a la ventana, aunque claro, no era del todo ella misma. Se acercó donde su doble, bajo la poderosa luz plateada de la luna y esperó intranquila mientras su doble levantaba los seguros de las ventanas y mientras esta ponía las manos listas para empujar las hojas de la ventana y abrirla a la oscuridad, a la oscuridad vacía del exterior.
    ―¿Lista?―preguntó su doble sin inflexión alguna en la voz. Phoebe se limitó a asentir con la cabeza. Su doble empujó entonces las hojas de la ventana que chirriaron ligeramente sobre sus bisagras antes de quedar totalmente abiertas; una fuerte ráfaga de viento entró entonces por la ventana abierta y tiró al suelo algunas cosas que había en la habitación. Su doble se llevó las manos al rostro para cubrirse, pero, al ver que aquello no bastaba, dio un precipitado salto hacia atrás dejándola solitaria ante la ráfaga que se movía de forma errática y que, tras dar un paseo por la habitación, volvía a su punto de origen. Aquello la ponía en el centro de la fuerte ráfaga que ya la obligaba a avanzar contra su voluntad hacía la oscuridad del exterior.
    Phoebe cerró los ojos cuando el pánico la dominó totalmente. Algo le tocó el hombro entonces y, tras abrir los ojos y comprobar que no estaba muerta, se percató que estaba en un sitio absolutamente distinto. La iluminación era absolutamente diferente pues el cielo era celeste y el sol sonreía en él, verdes pastos se extendían hasta la lejanía, coloreados aquí y allá por el amarillo seco que pronosticaba el otoño.
    ―Bienvenida―le dijo sarcásticamente, pero sin sonreír, su doble.
    ―¿Dónde estamos?―preguntó ella confusa.
    Su doble la sujetó por los hombros y la obligó a volverse haciendo presión. Cuando Phoebe bajó la vista se encontró mirando un lapida; un gemido de terror escapó de sus labios cuando leyó el nombre.
    ―Tranquila―le pido su doble que se agachaba sobre la lápida y dejaba una flor sobre ella―es la mía no la tuya. Necesito―le pidió tras ponerse de pie―que leas la fecha.
    Phoebe bajó la vista y leyó los ocho números; los primeros cuatro correspondían a los de su fecha de nacimiento, los últimos cuatro, probablemente, eran los de su fecha de fallecimiento.
    ―¿Por qué me muestras esto?―le preguntó cuándo recobró la voz.
    Su interlocutora no respondió, en cambio, le sujeto las manos y le pidió:
    ―Cierra los ojos.
    Phoebe hizo así e inmediatamente la invadió un frío que la hizo estremecerse. Algo había malo en aquello. Sentía la nariz congelada y sus extremidades también, como si estuvieran en un sitio totalmente distinto pues la calidez del sol sobre su piel se había extinguido y ahora solo quedaba el frío en los huesos. Un trueno se escuchó a la lejanía e inmediatamente sintió como la lluvia fría se colaba bajo su ropa.
    ―Ábrelos―le pidió su propia voz al oído. Cuando lo hizo estuvo ciega durante un tiempo pues sus ojos no estaban acostumbrados a la oscuridad, pero, cuando finalmente recobró la vista, su doble la miraba a la cara―¿Estás bien?―interrogó.
    ―Sí―respondió―¿Dónde…?―silenció en tanto vio la misma lapida que antes había visto: el nombre era el mismo, pero los últimos dígitos eran diferentes.
    ―Esta es la tuya―dijo su doble mientras se agachaba para dejar una flor sobre la lápida.
    Ambas se mantuvieron en silencio durante un tiempo relativamente largo.
    ―No has logrado convencerme―dijo por fin Phoebe comprendiendo lo que quería enseñarle su doble; su tiempo de vida era la mitad que el de su doble.

    ―Una pena que te resistas tanto a desaparecer. Desconozco cuál es el propósito de que te quedas aquí, dentro de mí―le dijo Phoebe a la verdadera doble.

miércoles, 2 de marzo de 2016

Latido secretante

Tengo miedo.
    Tengo miedo pues soy ya muy mayor y sé, en mayor parte por el color de mis fluidos corporales, que me queda poco tiempo de vida. Si pudieras verme ahora mismo sabrías porque digo esto, postrado, casi invalido, solitario en la oscuridad, he tenido una cantidad razonable de tiempo para pensar al respecto y he llegado a la conclusión de que sin duda aquella cosa era totalmente inhumana. Mi memoria es débil y, por tanto, su recuerdo es vago, pero si tuviera que utilizar la ficción para describir a aquel monstruo sin duda diría que es inenarrable, y su horror otro tanto.
    Fui, durante toda mi vida, un experto neurólogo. Escogí aquella especialidad obsesionado con poder volver a dotar de vida al cerebro, la maquinaria madre del cuerpo humano, y durante mis largos cincuenta años al servicio de la ciencia exploré con rigurosidad esta posibilidad experimentando en animales pequeños, sin ningún resultado, a pesar de ello, jamás me rendí, ni renegué de mi empresa pues aquella era la labor que me apasionaba.
    Pues bien, cierto día, y de esto harán unos cinco años, vi volver a la vida a una rata pequeña cosa que me exaltó de sobremanera pues la aplicación de la misma droga en una rata del doble de tamaño no había mostrado resultado alguno. Le serví velozmente comida y agua a la rata, pero esta se negaba a comer y más bien se conformaba con arañar con fiereza las acristaladas paredes de su jaula. Observé su comportamiento hasta su fallecimiento por inanición (pero aquello no había sido culpa mía pues llegué a un extremo de preocupación por mi experimento tal que comencé a administrarle la comida por vía intravenosa, por lo que me sorprendió aún más su repentina muerte por este motivo), y si bien noté un comportamiento ligeramente más agresivo, no había ninguna otra anomalía ni excentricidad más allá del hecho de que se negará a comer. Confirmé su muerte y documenté el hecho con exactitud clínica anotado todos los por menores del caso. Con cuanto horror vi entonces, mientras revisaba prontamente la información que había recopilado de aquel caso, a la pequeña rata cuya muerte había confirmado, agitar la cabeza más para intentar quitarse las cremas que había colocado en la parte superior de su cabeza, pues estaba aún por practicarle la autopsia, qué para desperezarse, temblorosas sus pequeñas patas sobre la charola que iba a utilizar para la operación. La rata que había vivido tres vidas pudo por fin ponerse de pie y yo me estremecí del horror y de la rabia pues no podía dejar escapar a aquel ser, pero tampoco quería matarle. Tuve que hacer lo correcto por más que ello me pesara como científico y le aticé con una tablilla de madera intentando evitar la cabeza y otros órganos vitales para estudiar más tarde al animal, empresa en la que fallé pues con mi primer desesperado golpe le molí la cabeza dejando toda su espesa sangre embarrada en la improvisada mesa de operaciones que cierto día había inventado.
    Aquella primera resucitación aupó mi espíritu de investigador instándome a experimentar el efecto que esta poderosa droga poseía en seres humanos, sin embargo, cuando conté mi experiencia y mostré el cadáver a mis superiores se negaron a darme acceso a cadáveres humanos pues, decían, mi droga aún tenía que ser diversamente probada antes de su experimentación en humanos, en cambio sí que me concedieron acceso a partes humanas sueltas con la condición de que si recogía alguna de ellas fuera únicamente para su estudio y análisis buscando posibles implicaciones con la droga que había fabricado y nunca para experimentación activa clandestina o en el laboratorio del hospital. Accedí a aquellos términos no disgustado del todo por las limitaciones que se me habían impuesto, pues ahora tenía libre acceso a tejido y musculo humano vivo y podía estudiar las diferencias que las conexiones nerviosas entre estos y los de un animal poseían.
    Pensé que si podía analizar algún cuerpo humano cuyo sistema neurológico no hubiese sido comprometido tras el fallecimiento y cuyos órganos vitales se mantuviesen intactos podría resucitarlo. Y así fue efectivamente, analicé por cuatro largos años partes humanas encontrando que la mayor dificultad era encontrar un cerebro y sus conexiones que no se hubiesen visto comprometidos. Y, durante esta época, no descuidé en absoluto mi investigación en animales pequeños, siendo, lo más grande que en lo que se me permitía experimentar, gatos callejeros o domésticos cuyo dueño aprobase su experimentación. Mi experiencia en resucitar cuerpos fallecidos me mostró un dato reluciente: entre más fresco estuviese el cuerpo, más seguramente resucitaría. Aquello era un enorme impedimento para la experimentación de la droga que tantas veces ya, había alterado, buscando alguna que no dependiera del tiempo que mediara entre la muerte del experimento y la suministración de la droga, pues, encontrar un cadáver cuyo consentimiento para la experimentación fuera firmado en un espacio de tiempo inferior a los diez minutos era una labor imposible. Cambié tantas veces mi droga y experimenté tantas resucitaciones que llegué a creer que había desarrollado un compuesto que podía reactivar las células muertas del cerebro y conceder una nueva vida a aquel al que se le suministrara mi poderosa y activa medicina a pesar de no haber probado, jamás, su efecto en humanos.
    Cierto día, mientras por la mañana, platicaba con el recepcionista acerca de unas jeringas que deseaba adquirir, el ruido de las sirenas terminó de despertarme del todo. Había ocurrido un accidente con un autobús lleno de pasajeros, según nos informó el director del hospital y los heridos seguramente serían repartidos entre nuestro hospital y el que había algunos kilómetros más allá. Nos ordenó salvarles la vida a tantos como pudiéramos y nos deseó suerte. Llegaron entonces las ambulancias y metieron a los heridos ordenadamente en parejas a través de las puertas del hospital. Aquello ocurrió un día domingo y muchos eran los médicos que se encontraban ausentes pues aquel era un día en el que no había mucha afluencia por el hospital, de modo que la selectividad al tratar a los heridos era muy importante. Cuando se lo mencioné al decano este asintió y me mencionó que estaba tratando de localizar al resto de los médicos que no habían ido a trabajar aquel día, pero que poco podía hacer pues, según deducía, estarían ayudando en el otro hospital más cercano a la ciudad y, por ende, con mayor afluencia de heridos.
    No dije nada pues fue entonces cuando me llamaron urgentemente a la cirugía de un hombre que se había clavado un trozo de cristal en una de las piernas y, al parecer, se estaba desangrando. Aquella no era la clase de cirugías que solía practicar, empero, gracias a mi larga carrera en medicina conocía perfectamente los procesos a seguir. Los familiares ya comenzaban a llegar y aquello era un terrible caos de personas y, cuando llegué a la entrada de la sala de operaciones en la que estaba el hombre al que debía practicarle la cirugía urgentemente fui recibido por la intensa suplica de una mujer que venía acompañada de dos pequeños niños. La mujer suplicaba que le salvara la vida a su esposo, que salvara la vida del padre de sus hijos, que hiciera lo que fuera necesario.
    Que hiciera lo que fuera necesario.
    Aquella parte de la súplica no dejó de repetirse en mi mente y más aún, cuando entré y vi en la pantalla de lecturas que el hombre había fallecido.
    ―Hora de la muerte―pedí.
    ―Las nueve horas con cuarenta y siete minutos.
    Comprobé mi reloj. Nueve cuarenta y nueve. El hombre llevaba muerto solo un par de minutos, probablemente falleció mientras me llamaban por megafonía.
    No dije nada, ni miré a la enfermera. Me acerqué a él y simulé quitarle las intravenosas y, mientras tanto, sacaba de uno de los bolsillos de mi bata una jeringuilla cuyo violáceo contenido tantas veces había yo suministrado. No me detuve a contemplar detenidamente las implicaciones que aquella acción podía tener para mi carrera y se la suministré, perforando con el afilado extremo de la jeringa su aún cálida carne, directamente a la sangre cercana al corazón. Nada ocurrió durante algún tiempo en el que no dejé de temblar. Una idea, brillantemente estúpida se me ocurrió entonces. Atraje hacia mí, empujándolo con el pie, el mueble de los resucitadores y, sin que nada pudiera detenerme le aticé el corazón con descargas eléctricas para que este bombeara la sustancia por todo el torrente sanguíneo.
    El corazón que se detuvo esa vez no fue el del hombre fallecido, sino el mío y el de la enfermera cuando vimos al muerto erguirse sobre la espalda y emitir un cavernoso chillido de agonía. El poco tiempo que había mediado entre la suministración de la sustancia y el fallecimiento del hombre al parecer había sido suficiente para afectar su raciocinio pues corría enloquecido por toda la habitación rasguñando su piel para calmar la comezón de su alma.
    Que horripilante fue entonces cuando atravesó la puerta su mujer seguida por sus dos pequeños hijos y el hombre se lanzó sobre su cuello, derribándola…
    Un disparo resonó en aquella fría mañana. Un guardia de seguridad lo había asesinado frente a sus hijos, pero no pudo salvar a la mujer pues esta estaba con el rojo, sangrante, cuello…

    Perdónenme, no puedo continuar con esto…